martes, 23 de junio de 2020

Tiempo de llorar. María Luisa Elío (II) El relato autobiográfico



Tiempo de llorar, Ediciones El Equilibrista, Méjico 1988 , María Luisa Elío.. La misma publicación , Tiempo de llorar  y otros Relatos se dio a la imprenta en España, editada por Turner, Barcelona , 2002. Consta de de 180 páginas y prólogos de Álvaro Mutis y Salvador Elizondo y Epílogo de Álvaro de la Rica.

El Texto (II)
El relato autobiográfico de María Luisa Elío utiliza la técnica narrativa de monólogo interior, narrado en primera person. Esta autobiografía, que formará parte de los anales del siglo XX para relatar el exilio español, difícilmente podía ser una historia inventada por la sinceridad de los sentimientos expresados y la desolación que muestra. Es una reflexión circular sin secuencia ni límites temporales, como suele acontecer el pensamiento cuando no racionaliza con método, sino que se deja fluir. Las ideas se agrupan y discurren por caminos no siempre guiados por la lógica, sino por el sentimiento y la emoción. Presente y pasado se mezclan y confunden. Ese discurrir del pensamiento se alterna con los pequeños diálogos con el hijo, Diego, al que ha traído con ella, sin que el monólogo se altere y se rompa. Interrumpen el ensimismamiento igualmente las cartas que pone en el correo o recibe de sus hermanas.
Escrito sin retórica, la historia que nos cuenta es su historia, toda la biografía que conocemos: los lugares de su infancia,  el inició que lo que ella como niña recuerda del apresamiento del padre, de la huida con su madre y hermanas de Pamplona a Elizondo, a Barcelona y después de España, el fracaso familiar del matrimonio de sus padres y sus muertes.
Al otro lado de océano, en Méjico, la memoria de Navarra para la niña Elío debió resultar borrosa, obsesiva y persistente: La desubicación provocada por el exilio a una tierra desconocida, es más perturbadora en una niña con una personalidad muy incipiente que se fue dejando todo lo que había ido construyendo su mundo arropado y familiar.  Tenía siete años cuando se marcha de Pamplona, once cuando llega a Méjico. A los cuarenta y un años, Pamplona para María Luisa Elío fue un dolor que necesitaba borrarse.

“AHORA ME DOY CUENTA QUE REGRESAR ES IRSE. Es decir, volver a Pamplona es irse de Pamplona. Al fin, voy a volver donde las cosas no están ya. He vivido en el mundo de mi propia cabeza, el verdadero mundo quizá y contando poco con el mundo exterior. Ahora al fin me atrevo a regresar donde ka gente ha muerto. Por eso sé que regresar es irse, irme. Irme de una vid, casi de toda una vida ( y sigo hablando del orden del pensamiento), porque sé que ahora la mirada solo va a servir para borrar (p. 19)


Todos los estudios que han hablado de esta publicación señalan el inicio con la frase arriba mencionada. Como en los libros de viajes, la vuelta a Pamplona, Tiempo de llorar fue la historia de un viaje, pero no fue como el volver a la Ítaca de Ulises donde sabe que alguien le espera, ni es el viaje de Pedro Páramo a Comala donde todos han muerto. Tampoco fue recobrar el paraíso perdido de la infancia, pues la infancia que se quiere encontrar no es un paraíso sino un tiempo de desgarro. Ni fue el tiempo perdido de Proust, todos ellos viajes literarios al pasado a los que muy oportunamente aluden los prologuistas. Perdido el padre perdida la madre, el viaje de Elío es el intento de una mujer, que es adulta y sigue siendo aquella niña y que hablan las dos confusamente en el texto de poder borrar las referencias, de verlas muertas. La metáfora de ese viaje de vuelta sería, opino, como el regreso de una superviviente a un espacio consumido por la desolación, como contemplar el hueco dejado en Pompeya -Pamplona- por las figuras que una hecatombe consumió y de las que solo quedan las figuras de sus restos vacíos en un espacio arrasado. Nadie conoce a María Luisa, divaga, nadie la llama por su nombre, tal vez esté muerta, no puede encontrarse.

 Hay, en otro plano igualmente válido, opino,  en la intencionalidad del viaje a los orígenes acompañada de su hijo de siete años, un intento de trasmisión vital. Nada tiene ya la mujer, muerto el padre, muerta la madre, separada del marido, abandonada la casa de Méjico para no pagar los meses en que esté fuera, los muebles recogidos en una casa ajena, están en Pamplona en una casa prestada por unos buenos amigos ¿qué quedaba? - Quedaban tres espacios que trasmitir y que borrar, Pamplona, Barañáin y Elizondo. La realidad es Diego. La escritora y su hijo van a recorrer en Navarra los escenarios retenidos para luego marcharse y edificar de nuevo.

 En Pamplona, deambulan por la casa cerrada de Roncesvalles número dos, su casa a la que insistentemente vuelve, y que ahora es como una persona muerta, con el balcón vacío y las ventanas cerradas. Pasa y traspasa sin poder subir más allá del portal, porque los nuevos dueños están fuera y el portero no se atreve a enseñársela, si no tiene permiso. De la casa, pese al tiempo transcurrido, lo recuerda todo. Evoca el despacho de su padre, el comedor y la sonrisa de su madre, el olor a naftalina del arcón donde se guardaban las mantas y los sombreros, el olor a pipa de su padre, los pasillos largos, las cornucopias, la biblioteca con el retrato paterno y el materno, las habitaciones lacadas. Pamplona es también las calles que recorrió de niña, la Media Luna, donde su hijo se asombra jugando con la nieve, los sabores del pan tostado con mantequilla y el café sin azúcar como su madre acostumbraba a tomar y que es ahora su costumbre. Pamplona "es" los muy poquitos lazos afectivos. Le resulta muy grato el encuentro con sus amigos Víctor Torres y su mujer, Cucú posiblemente el encuentro más luminoso del viaje. Son amigos de aquí, pero también de allí, porque Cucú y Cata, su madre, son mejicanas y ésta última suegra de su hermana Cecilia que intentan por todos los medios que se sientan a gusto, y ponen siempre un plato en su mesa y los llevan de excursión al campo. Quedan los lazos de su tía Ana María Areitio, a la que visitan, pero que habla de sus padres como ya muertos y María Luisa quiere pensarlos vivos en Pamplona, cuando en casa de su tía en la Plaza del Castillo mayores y niños todos los miércoles jugaban a las cartas. Pero los primos con los que jugaban no son visitados ni aparecen en el relato, es opinión mía, ¿también se han perdido?. Juegos fueron las muñecas que abandonó al partir porque tenían que marchar con lo puesto para no despertar recelos de los enemigos de su padre.
 No hay reproches ni toma de postura política, ni habla de la guerra más de lo necesario para explicar lo ocurrido:

“No comprendo por qué han detenido a papá. Siempre oí decir que era muy bueno. También había oído decir que era de izquierdas y eso no se lo perdonaban. No es que supiera yo muy bien qué eran las izquierdas y las derechas, pero si empezaba a darme cuenta. Me di cuenta al ver como perseguían a aquel hombre por los tejados, me di cuenta cuando se escondió y una mujer gritó donde estaba. También me doy cuenta ahora que quieren matar a mi padre. ¿Matar a papá? entonces en mi cabeza de niña se hizo claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos. (p. 62)

Una visita obligada en el viaje de vuelta era Barañáin, y allí va con su hijo en un taxi, aunque la visita activa los recuerdos nuevamente de su infancia, de las procesiones, de su padre, su madre y sus hermanas, como iban vestidas para los actos religiosos. Nos sugiere ese sentido de trasmisión de la pertenencia de lo que fue un espacio querido de su familia y suyo propio y cuánto hay de “korrika” generacional en esa visita donde la madre intenta enseñarle al hijo la identidad de su origen  que ella todavía no ha perdido del todo y del que se siente satisfecha:

“Nos instalamos en el coche mientras le explico a diego qué es Barañáin. “Es un pueblo que era de tu abuelo, pero eso me parece que no te importa. Sin embargo, hay algo que me gustaría que recordaras de mayor, y es que el abuelo regaló todas las casas del pueblo a quienes vivían en ellas, con una parte de las tierras. ¿Te aburro verdad? Pero creo que después te gustará”

 Tampoco reconoce el pueblo, parecía, dice, que lo habían barrido. Quedaban dos casas, la casa de los señores (sus padres) y la iglesia, a la que intenta entrar y está cerrada.  El pueblo, antiguo que le evoca un pasado rural, ahora está en construcción y derribo. El taxista que la lleva afirma que era antes su dueño un marqués muy alto y guapo y María Luisa le contesta que era su padre. Es el único momento en la narración en que la escritora dice sentir que el dolor se va convirtiendo en odio, que no había pensado nunca en su padre como dueño de todo eso, menos aun recordando cómo murió. La visita a Barañain, derrumbada en la cama de la casa prestada acaba en llanto.
Quedaba todavía un espacio por recorrer, Elizondo, ciudad en la que las tres niñas y su madre fueron retenida en una especie de improvisada cárcel por no permitírseles la huida a Francia. La niña no sabía por qué. En la narración mujer y niñas se confunden y entremezclan en todo el relato, pasado y presente, niña y adulta.  Es allí donde ve a un hombre fugitivo escondido en los tejados que le pide un cigarrillo y al que, cuando parecía haber conseguido ocultarse una mujer denunció desde la casa de enfrente: “Ahí, ahí está”. Preso que, al día siguiente cuando iba a llevarle un cigarrillo supo que estaba ya muerto. La niña se prometió a sí misma llevarle flores a su tumba y ahí estaba una mujer adulta con un niño pequeño buscando el cementerio. Diego recoge flores silvestres y le dice a su madre: “Toma, mamá para tu preso” ·Gracias, hijo, se la pondremos entre los dos” “no, tú sola. Flores depositadas en la tumba común donde pensaba que aquel sin nombre estaría enterrado, daba por cumplida su promesa.
 La complicidad de la madre y el niño es muy firme. El niño conoce la historia que está recorriendo su madre, ha debido ella contársela. El ensimismamiento de Elío durante todo el relato será interrumpido por la presencia de Diego. El discurso emocionado y angustioso del fluir mental, descenderá a la realidad solamente ante la preocupación por el niño de siete años, que es también la ternura del niño por la madre y la presencia que la devuelve a Méjico, que es ahora quien puede retenerla, su hijo, sus hermanas, sus sobrinos. La infancia había sido robada.

Sabía que yo no vivía allí, sabía de mamá y papá y sabía que no pasearía con mis hermanas. Hasta creo que también sabía de mí, María Luisa, muerta también, Estaba muerta porque yo era un yo sin nada. Ahora me quitaban el recuerdo del pasado, del que yo había el presente, y sin tener ninguno de los dos me era imposible pensar en el futuro

 El discurso se centra y descentra, se contradice, la sensación de pérdida, la angustia de perder la memoria y los recuerdos y quedarse vacía, la necesidad de despedirse del pasado, porque sin pasado no hay presente y sin presente no hay futuro y el miedo a quedarse vacía y sin recuerdos. El recuerdo que le obsesiona acabará y nacerá un recuerdo nuevo, un recuerdo del recuerdo de lo que ya ha comprobado que no existe. Borrar de la memoria el pasado que pesa y condiciona es trazar una nueva existencia. Romper lazos para afianzar lazos que la ayuden y ayuden a su hijo a vivir.

Y no era Méjico lo que me asustaba sino el dejar España y ahí mis treinta años de recuerdos. ¿En qué iba yo a pensar de ahora en adelante? Esas largas horas de soledad en casa, en donde me pasaba el tiempo y las horas recordando los gestos y los lugares como si estuviera en ellos ¿con qué los iba a llenar?, ¿con que iban a ser suplantadas? Y al ver cada gesto de mi hijo, lo vivo que era, la realidad tan total, tan capaz de llenar cualquier vacío me daba también cuenta de que no llenaba ningún vacío, que había también vida, y que la vida era suya

Escribe a sus hermanas diciendo que vuelve, que no sabe si ya ha acabado lo que vino a hacer, pero que acaso no acabe nunca. Pasa por última vez por la avenida de Roncesvalles dos y mira la ventana. Esta vez la piensa iluminada con las sombras queridas vivas y se despide:

“Adiós, papá”
“Adiós, mamá
¡Gracias, Dios mío!

 En el regreso a Méjico, Elío repasa la historia de su estancia en Barcelona, el internado en Francia, la venida de su padre desde el campo de concentración de Gurs y el resto de su biografía infantil.Por ella sabemos la biografía que incluimos en la primera entrada de Tiempo de llorar. Toda su biografía cabe en este relato que tiene el pasado como punto de referencia y el llanto de una adulta que llama a su madre como si aún fuera niña confundida..   

¿Por que es un castigo si ha sido buena? Una crisis larvada desde los siete años, con complejo de que el castigo de lo ocurrido no necesariamente respondía a ninguna culpa ni de su padre, ni de su familia ni suya propia.
Su relato autobiográfico, nos pueden hacen entender mejor los estragos del exilio de los españoles que, como ella, perdieron la guerra, pero que no consiguieron perder la memoria de su tierra, aunque ya nadie los reconociera a este lado: España. Es un relato autobiográfico que demuestra que el exilio, en este caso de María Luisa Elío, marcada por el desplazamiento del espacio concreto. la añoranza de una época a la que no puede volver, la destrucción del matrimonio de sus padres, de su hábitat natural  interrumpió la creación de la identidad. Su caso fue también la pérdida de los lazos de la familia paterna a este lado, en España, problema común a muchos españoles después de una guerra civil que enemistó y dividió a muchas familias. Si este relato fuera inventado, sería menos triste, quizá también menos revulsivo. Es la tristeza de un testimonio. Y es una joya literaria

Al margen de Tiempo de llorar


María Luisa Elío regresó a Méjico con Diego. Su vuelta de Pamplona fue revulsiva y le agravó la crisis de identidad que desembocó en total enajenación. Tuvo que ser internada durante tres años en una clínica mental. Superada la locura, la escritura tuvo para ella un efecto terapéutico, fue capaz de incorporarse nuevamente a la realidad y entonces escribir Tiempo de Llorar y otros relatos autobiográficos. Volvió más veces a España con sus hermanas de una manera más distendida. Participó en temas culturales con amigos en Méjico. En los años 80, trabajó como coordinadora de exposiciones en el Museo de Bellas Artes en Ciudad de Méjico y en los 90 en la televisión mejicana Televisa como coordinadora y productora de programas culturales. En 2007 el Gobierno español le concedió la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica por sus servicios a España Murió en Coyoacán, ciudad de Méjico, el 17 julio de 2009. En Pamplona justo habrían acabado los sanfermines.




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