viernes, 22 de septiembre de 2017

La casa



Estos días ha vuelto- hace años que no lo hacía- a casa de su madre. Es verdad que el corazón no es controlable, se alegra o se entristece antes de racionalizarlo. Y es que la casa no le traía connotaciones positivas, la entristecía, quizá por todo el sufrimiento último de la enfermedad materna, o porque los recuerdos tiernos, que también existieron, debieron haberse depositado debajo de las broncas familiares al final del trayecto de la vida de la madre o el desastroso tramo de su muerte. La hija mayor se había sentido ajena, fuera de terreno; era tal vez que el ama de la casa, la madre, andaba perdida o demasiado atareada, o que la hija mayor, a partir de la segunda boda de su madre, no encontraba su espacio. La casa actual seguía casi igual que en su apogeo; en la plenitud económica de la madre y su marido fue hecha y rehecha y vuelta a hacer y su decoración ahora la hace cómoda y entrañable. La primera casa que recordaba la hija mayor cuando fueron a vivir a ella era la que tenía corredores abiertos con balaustradas de madera, que daban al corral que nunca tuvo animales, salas grandes comunicadas con alcobas; la cocina pequeña de aquellas económicas plateadas con arandelas para encender con carbón y papel y depósito para el agua caliente; tenía basares con almireces, terrizos, cacerolas, peroles, jarras, vasos, platos y cubiertos de plata, aunque desparejados. Debió ser en su época una buena casa de fachada de ladrillo, portón con grandes clavos, firmes andamios y contrafuertes, con puertas macizas de cuarterones oscuros; pero a nadie le había preocupado averiguar de dónde venían. A veces, de pequeña, la hija mayor se escondía con una prima de la vista de las mujeres de la casa- les estaba prohibido trastear y hacer chandríos- abrían la puerta que daba a la entradilla del piso tercero y subían a los cuartos de arriba con los gatos. Eran su paraíso los graneros, que se llaman así aunque no hubiera granos. A la altura del suelo de lechada de cemento teñido colorado, tenían ventanas con postigos de madera que daban a la calle A sus manos de niña, era todo un bazar al alcance, con variopintos cachivaches extraños, estanterías rugosas y mesas con cajones. Abrían las primas los armarios, con baldas más anchas que ellas mismas que crujían, y allí vasos finos dorados envueltos en papel de periódico, abanicos de plumas, retratos, sombreros de copete, semillas del Brasil como alubias de pintas rojas y negras, colecciones de revistas antiguas, barajas raras. La segunda casa que sustituyó la primera perdió toda su magia, fue más o menos en la adolescencia de la hija mayor. También la vida perdió y fue modificada, era chapucería; el que quiso trasformarla y hacerla propia, cambió las rutinas y también los planos de la casa e hizo las ventanas en los pasillos y dejó las habitaciones sin luces. Lo mejor era la galería cerrada orientada al jardín que ahora tenía una piscina no muy grande, casi una alberca, y la madre regaba los geranios fijos con arandelas de hierro en la pared que se veían, blanco y carmín desde la galería de arriba. Tampoco sabría decir a donde fueron los tesoros perdidos del granero. La tercera casa es lo que es hoy, preciosa con sus escaleras interiores de caracol de madera de roble , ventanas al jardín con su casi árbol de adelfas. Las enredaderas blancas de flor perenne, el amanecer, en buen tiempo con los chillos locos de las golondrinas entrando y saliendo entre los ramajes.; el gallo del vecino en el invierno que kikiriqueaba denunciado la escapada nocturna de los nietos. Ahora, tras el ascenso social, la casa es verdaderamente de un exquisito gusto, sobria pero lujosa y decorada. El más bello recuerdo fueron las Navidades, antes de que todo el afecto familiar se fuera a pique, los niños subiendo y bajando por las escaleras de caracol, las partidas de cartas de los adultos, la madre con la puesta a punto de las cenas, ella con las hermanas preparando los regalos, las luces y las mesas, el hermano que venía de lejos con buen talante. Recuerda la hija mayor que después cuando venía al pueblo en invierno lo hacía a casa de sus tías, la casa abierta de sus tías era siempre su casa. Ya casada, dejaba en la ciudad a los hijos con el marido, y venía ver a sus mujeres, pasada Navidad y Reyes, con algún regalito de sorpresa. Puede que haga ahora relativamente dos décadas, o tal vez cuatro, piensa, ya que el tiempo cuando pasa pasa raudo. Vivía con sus tías esos días pero se solía escapar a media tarde para tomarme un café con la madre. La madre esperaba, animada y alegre ya con la cafetera puesta en la preciosa cocina, pasaban al despacho de sillones de ante verdes, la chimenea encendida. Entonces ya su segundo marido la había abandonado y se había ido a vivir a otra parte y ella, la madre, encendía el fuego de la chimenea con madera de viñas descepadas, porque salía más barato que la calefacción de fuel- oil. A las tías, hermanas de su padre muerto, no le gustaba nada que su sobrina tomará café; decían unas veces que era malísimo; otras veces que no era de señoritas el hacerlo, pero es porque recordaban la hipertensión del padre y sabían que la hija tenía sus gustos y muchas posibilidades de enfermar de lo mismo. La madre y hija mayor hacían risas con la taza humeante; el olor a café les abría los ojos y las confidencias. Es de las veces escasas, recuerda la hija mayor, que conseguían ser cómplices: Cómplices. La madre olvidaba la hipertensión de su primer marido muerto, su propia hipertensión y la hija mayor ni pensaba en su riesgo. Los sarmientos en la chimenea olían a invierno acogedor; los libros del despacho recordaban otras generaciones más benignas; la casa era un prodigio que se extendía más allá de la puerta del despacho y calentaba; la piedra gris de la chimenea se volvía rosa; las vidrieras chisporroteaban rojas y azules como el fuego y sus ascuas. Le gustaba el café muy caliente, como a su madre.


1 comentario:

  1. Charo, me ha encantado como narras tus vivencias, ha trabes de tus palabras, se nota el cariño hacia tu padre y lo mucho que lo echaste de menos, yo recuerdo pues vivía muy cerca, solo doblar la esquina del pelelau, tres puertas más arriba, en la casa con un escudo en la fachada, íbamos al colegio de san José, tu tenías tus amigas yo las mías, yo siempre rodeada de mis tíos que tenían pocos años más que yo, todos íbamos al colegio juntos, recuerdo y te recuerdo, en aquellos años de nuestra niñez, en la calle nueva jugando al escondite, un abrazo guapa.

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