Estos días ha vuelto- hace años que no lo hacía- a casa de su
madre. Es verdad que el corazón no es controlable, se alegra o se
entristece antes de racionalizarlo. Y es que la casa no le traía
connotaciones positivas, la entristecía, quizá por todo el
sufrimiento último de la enfermedad materna, o porque los
recuerdos tiernos, que también existieron, debieron haberse
depositado debajo de las broncas familiares al final del trayecto de
la vida de la madre o el desastroso tramo de su muerte. La hija mayor se
había sentido ajena, fuera de terreno; era tal vez que el
ama de la casa, la madre, andaba perdida o demasiado atareada, o que
la hija mayor, a partir de la segunda boda de su madre, no encontraba
su espacio. La casa actual seguía casi igual que en su apogeo; en
la plenitud económica de la madre y su marido fue hecha y rehecha y
vuelta a hacer y su decoración ahora la hace cómoda y entrañable.
La primera casa que recordaba la hija mayor cuando fueron a vivir a
ella era la que tenía corredores abiertos con balaustradas de madera,
que daban al corral que nunca tuvo animales, salas grandes
comunicadas con alcobas; la cocina pequeña de aquellas económicas
plateadas con arandelas para encender con carbón y papel y depósito
para el agua caliente; tenía basares con almireces, terrizos,
cacerolas, peroles, jarras, vasos, platos y cubiertos de plata,
aunque desparejados. Debió ser en su época una buena casa de
fachada de ladrillo, portón con grandes clavos, firmes andamios y
contrafuertes, con puertas macizas de cuarterones oscuros; pero a
nadie le había preocupado averiguar de dónde venían. A veces, de
pequeña, la hija mayor se escondía con una prima de la vista de
las mujeres de la casa- les estaba prohibido trastear y hacer
chandríos- abrían la puerta que daba a la entradilla del piso
tercero y subían a los cuartos de arriba con los gatos. Eran su
paraíso los graneros, que se llaman así aunque no hubiera granos. A
la altura del suelo de lechada de cemento teñido colorado, tenían
ventanas con postigos de madera que daban a la calle A sus manos de
niña, era todo un bazar al alcance, con variopintos cachivaches
extraños, estanterías rugosas y mesas con cajones. Abrían las
primas los armarios, con baldas más anchas que ellas mismas que
crujían, y allí vasos finos dorados envueltos en papel de
periódico, abanicos de plumas, retratos, sombreros de copete,
semillas del Brasil como alubias de pintas rojas y negras,
colecciones de revistas antiguas, barajas raras. La segunda casa
que sustituyó la primera perdió toda su magia, fue más o menos en
la adolescencia de la hija mayor. También la vida perdió y fue
modificada, era chapucería; el que quiso trasformarla y hacerla
propia, cambió las rutinas y también los planos de la casa e hizo
las ventanas en los pasillos y dejó las habitaciones sin luces. Lo
mejor era la galería cerrada orientada al jardín que ahora tenía
una piscina no muy grande, casi una alberca, y la madre regaba los
geranios fijos con arandelas de hierro en la pared que se veían,
blanco y carmín desde la galería de arriba. Tampoco sabría decir a
donde fueron los tesoros perdidos del granero. La tercera casa es
lo que es hoy, preciosa con sus escaleras interiores de caracol de
madera de roble , ventanas al jardín con su casi árbol de adelfas.
Las enredaderas blancas de flor perenne, el amanecer, en buen tiempo
con los chillos locos de las golondrinas entrando y saliendo entre
los ramajes.; el gallo del vecino en el invierno que kikiriqueaba
denunciado la escapada nocturna de los nietos. Ahora, tras el
ascenso social, la casa es verdaderamente de un exquisito gusto,
sobria pero lujosa y decorada. El más bello recuerdo fueron las
Navidades, antes de que todo el afecto familiar se fuera a pique, los
niños subiendo y bajando por las escaleras de caracol, las partidas
de cartas de los adultos, la madre con la puesta a punto de las
cenas, ella con las hermanas preparando los regalos, las luces
y las mesas, el hermano que venía de lejos con buen talante.
Recuerda la hija mayor que después cuando venía al pueblo en
invierno lo hacía a casa de sus tías, la casa abierta de sus tías
era siempre su casa. Ya casada, dejaba en la ciudad a los hijos con
el marido, y venía ver a sus mujeres, pasada Navidad y Reyes, con
algún regalito de sorpresa. Puede que haga ahora relativamente dos
décadas, o tal vez cuatro, piensa, ya que el tiempo cuando pasa
pasa raudo. Vivía con sus tías esos días pero se solía escapar a
media tarde para tomarme un café con la madre. La madre esperaba,
animada y alegre ya con la cafetera puesta en la preciosa cocina,
pasaban al despacho de sillones de ante verdes, la chimenea
encendida. Entonces ya su segundo marido la había abandonado y se
había ido a vivir a otra parte y ella, la madre, encendía el fuego
de la chimenea con madera de viñas descepadas, porque salía más
barato que la calefacción de fuel- oil. A las tías, hermanas de su
padre muerto, no le gustaba nada que su sobrina tomará café;
decían unas veces que era malísimo; otras veces que no era de
señoritas el hacerlo, pero es porque recordaban la hipertensión del
padre y sabían que la hija tenía sus gustos y muchas posibilidades
de enfermar de lo mismo. La madre y hija mayor hacían risas con la
taza humeante; el olor a café les abría los ojos y las
confidencias. Es de las veces escasas, recuerda la hija mayor, que
conseguían ser cómplices: Cómplices. La madre olvidaba la
hipertensión de su primer marido muerto, su propia hipertensión y
la hija mayor ni pensaba en su riesgo. Los sarmientos en la chimenea
olían a invierno acogedor; los libros del despacho recordaban otras
generaciones más benignas; la casa era un prodigio que se extendía
más allá de la puerta del despacho y calentaba; la piedra gris de
la chimenea se volvía rosa; las vidrieras chisporroteaban rojas y
azules como el fuego y sus ascuas. Le gustaba el café muy caliente,
como a su madre.
Charo, me ha encantado como narras tus vivencias, ha trabes de tus palabras, se nota el cariño hacia tu padre y lo mucho que lo echaste de menos, yo recuerdo pues vivía muy cerca, solo doblar la esquina del pelelau, tres puertas más arriba, en la casa con un escudo en la fachada, íbamos al colegio de san José, tu tenías tus amigas yo las mías, yo siempre rodeada de mis tíos que tenían pocos años más que yo, todos íbamos al colegio juntos, recuerdo y te recuerdo, en aquellos años de nuestra niñez, en la calle nueva jugando al escondite, un abrazo guapa.
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